Cómo negociar con adolescentes
Sin darnos cuenta ha transcurrido casi un año desde el pasado verano. Hemos vivido múltiples experiencias. Habremos tenido éxito en la mayoría de nuestros proyectos profesionales, y fracasado en los menos importantes.
En la familia, lo mismo. Con los hijos, sin ser conscientes, hemos tenido que decidir miles de cosas. Y en casi todas habremos acertado.
Es cierto que las decisiones acerca de cuestiones filiales antes de la preadolescencia (niñez, primera infancia…) no nos habrán causado demasiados quebraderos de cabeza.
En cambio, aquellas situaciones relacionadas con las conductas y comportamientos de los pre y adolescentes nos habrán llevado, en no pocas ocasiones, al límite de nuestra paciencia. A pesar de todo, seguro que nuestra vida habrá discurrido más o menos por el serpenteante mundo de la variedad. Lo importante: que el matrimonio se haya sentido unido y cohesionado ante las decisiones tomadas.
El final del curso deja paso –¡ya era hora!– a las vacaciones veraniegas. A los pequeños de la casa los manejaremos con relativa facilidad: en casa de amiguitos, con juegos de jardín, en el parque o con planes al aire libre; a medida que cumplen años, con algún campamento y jugando al fútbol, bañándose en la piscina, haciendo excursiones o divirtiéndose con hermanos, primos, abuelos o padres.
Las dificultades aparecen de nuevo con los adolescentes o incluso un poco antes. El aumento del tiempo libre también propicia un incremento de la oferta de actividades ‘inadecuadas’. En verano, el cansancio y la ‘dejadez’ que les ha producido el final del curso, con el calor y el aburrimiento, pueden acentuarse.
Durante el curso, a pesar de los entrenamientos, tareas escolares o estudios para exámenes, parecen ‘hipnotizados’ por el móvil. En verano, cuando desaparecen estas ocupaciones y obligaciones que pueden actuar como ‘frenos’, la ‘hipnotización’ puede atraparles durante horas y horas entre los Whatsapps, Twitters, Snapchats, Instagrams y demás historias…
Pero estas cuestiones puede que únicamente nos lleven a ‘desquiciarnos’ por el tiempo tan valioso desperdiciado y por la falta de aprovechamiento del mismo en actividades de otra calidad: excursiones, deporte, cooperación, trabajo, voluntariado… Generalmente, las turbulencias aparecen con las demandas, en el mejor de los casos, acerca de los horarios de salida y entrada, la paga o las actividades a realizar. ¿Qué podemos hacer? ¿Con qué herramientas contamos para controlar estas conductas?
No es fácil aconsejar de forma genérica porque cada familia y adolescente es un mundo. Lo primero que debemos tener claro es mantener el sentido unitario del matrimonio. Muchas veces es más importante mostrar cohesión en las decisiones que se adopten, que la propia decisión en sí misma.
Es fácil que, en función de nuestra manera de ser, de lo que hayamos vivido, o incluso del concepto que tengamos acerca del ocio de nuestros jóvenes, etc., pensemos diferente de nuestro cónyuge, pero el hijo debe saber y tener la firme convicción de que decidimos de forma conjunta.
En segundo lugar, debemos tratar de aplicar nuestros propios criterios. Estos criterios han de establecerse atendiendo a lo conseguido durante el curso, a su colaboración en la dinámica familiar, al comportamiento que hayan tenido en actividades similares previas, o según las características de personalidad que ya empiecen a despuntar.
Personalizar las decisiones en función de cada uno de nuestros hijos y sobre todo no tener demasiado en cuenta lo que hacen otros, nos permitirá ser más justos y, por tanto, más comprensivos con ellos. Para conseguir alcanzar este reto, es condición indispensable no perder el nexo comunicativo con los hijos.
La comunicación con los adolescentes empieza en el cuna. Si hemos sembrado en los años precedentes, ahora recogeremos el fruto. De cualquier modo, es muy importante poner atención en ser empáticos y asertivos, reconociéndoles en todo momento la experiencia que nos expresan, sin despreciar ni siquiera de forma sutil sus puntos de vista, que la mayoría de las veces son distintos a los nuestros.
No olvidemos que en estas etapas su sensibilidad suele agudizarse considerablemente. Posturas impositivas, más que consensuadas, llevan a aumentar la distancia emocional. Quizás imponiéndonos ganemos una pequeña batalla, pero estaremos en la senda de la derrota final.
Y ahí perdemos todos… Cuando se produzcan situaciones más delicadas, posiblemente no confiarán en nosotros, y entonces sus decisiones dependerán o estarán influenciadas por terceras personas, de amigos cuya experiencia estará limitada a los pocos años vividos.
Para finalizar, es importante tener claros los límites que debería aplicar la familia. Deberían consensuarse con los hijos, pero siempre siendo los padres los ‘directores de orquesta’. No deberían ser demasiado restrictivos, ni exageradamente permisivos.
Unos límites demasiado laxos provocarán un aumento del riesgo de conductas peligrosas, mientras que las medidas restrictivas quizás provocarán quejas, disputas y mal ambiente en el núcleo familiar. Es importante dedicar tiempo a consensuar, por ejemplo, los horarios de salida y llegada, el dinero asignado para la fiesta, los lugares a los que van a ir y qué van a hacer –aunque esto último es ciertamente complicado–.
Una vez alcanzados los acuerdos, se ha de exigir a los hijos que asuman su compromiso y responsabilidad, y se deben aplicar medidas correctivas también consensuadas si no se cumple lo pactado.
Solo de esta manera propiciamos un acercamiento a nuestros hijos, mantenemos la calidad de la relación, y quizás consigamos frenar las conductas inapropiadas que se derivan del propio período estival.
Unidad de Diagnóstico y Terapia Familiar. Departamento de Psiquiatría y Psicología Médica. Clínica Universidad de Navarra
Artículo publicado en la revista Hacer Familia. Julio-agosto 2016