¿Puede ser genética la depresión?
Los niños también se deprimen. De hecho, se trata de una enfermedad psiquiátrica bastante frecuente en niños y adolescentes. Aproximadamente un 5% (o uno de cada 20 niños y adolescentes) tendrá un episodio depresivo antes de cumplir los 19 años.
La realidad es que menos de la mitad de estos niños reciben un tratamiento adecuado ya que, según muestran los estudios, en muchos casos, los padres subestiman la intensidad de la depresión de sus hijos.
A pesar de que la causa aún es desconocida, tiene un fuerte origen biológico. Los genes que heredamos de nuestros padres y que son influenciados por las experiencias que tenemos en nuestra vida, pueden predisponernos a padecer depresión. También, los niños que sufren un fuerte estrés o que tienen una pérdida significativa en la familia; o niños con problemas serios de atención, del aprendizaje, de la conducta o de ansiedad tienen más riesgo de sufrir depresión.
Otros problemas como abuso de sustancias (alcohol o marihuana, por ejemplo) con frecuencia acompañan o preceden a esta enfermedad. Una historia de depresión en familiares cercanos (aunque haya sido hace tiempo, o el familiar no conviva con el niño) es un riesgo genético para que el niño también la sufra
Es fundamental que los padres conozcan los síntomas de la depresión en niños, que sepan que no es culpa suya, y que se trata de una enfermedad que tiene un tratamiento muy eficaz… no sabemos la causa, pero sí cómo tratarla y que el niño vuelva a ser como antes-
Investigaciones recientes aseguran que los niños y adolescentes padecen depresión con síntomas a veces parecidos a los de los adultos, pero también con otros más específicos según la edad. Algunos de ellos son:
- Irritabilidad, ira u hostilidad extrema (muchos niños con depresión no están tristes sino irritables).
- Tristeza frecuente o episodios de llanto.
- Sentimientos de desesperanza.
- Disminución de su interés en actividades, o dificultad para divertirse en actividades que previamente eran sus favoritas.
- Aburrimiento persistente.
- Falta de energía o cansancio.
- Aislamiento social o falta de comunicación.
- Autoestima baja o sensación de culpa o responsabilidad por cosas malas que puedan pasar.
- Sensibilidad extrema al rechazo o poca resistencia ante los fallos o errores.
- Quejas frecuentes sobre problemas físicos (como dolores de cabeza, o de estómago, mareos, náuseas…) en los que no se encuentra causa médica.
- Ausencias frecuentes de colegio, o disminución del rendimiento escolar.
- Problemas de concentración.
- Cambio importante en los hábitos alimentarios o del sueño.
- Conversaciones sobre la intención de escaparse de casa.
- Pensamientos o expresiones sobre la muerte o intención de suicidarse activa o pasivamente.